El Baztan, un paisaje de novela.
Start Date: March 22, 2013
Time: 12:00 AM - 12:00 AM
El Baztan, un paisaje de novela
Los viajes literarios tienen la ventaja de que despiertan la evocación con el mínimo esfuerzo, quizá porque a ese escenario uno nunca salta ligero de equipaje, sino cargado de ensoñaciones y buenos propósitos. Son viajes donde la catedral o el museo de turno quedan relegados a un segundo plano, a menudo en favor de un andén de estación o un recodo del río donde una mano más diestra que la tuya ambientó hace ya tiempo un primer encuentro de enamorados, el hallazgo de un tesoro fabuloso o un crimen brutal. Uno descubre entonces que el susurro cantarín de las aguas y las hayas disfrazadas de yedra no tienen por qué estar reñidas, por ejemplo, con los desvaríos de un asesino en serie. Hablamos, como muchos habrán adivinado ya, del libro de Dolores Redondo, ambientado en esa suerte de Arcadia feliz que es el Baztan y que la autora convierte en un teatro donde lo sórdido se precipita con la misma cadencia de quien apura las páginas en busca de respuestas.

El viaje comienza en la frontera del Bidasoa, donde la carretera gira para pegarse como una lapa al curso del río que se descuelga de las montañas. Los Pirineos dominan el paisaje entre bosques de hayas, castaños y robles, como una orla de cumbres nevadas que en esta época del año comienza a ceder terreno a prados de un verde jugoso. Los caseríos asomando de cada aislada terraza, dominando el valle; todo muy bucólico, pero sin que eso signifique ausencia de pabellones e invernaderos. La carretera zigzaguea y deja a un lado el cementerio de Bera de Bidasoa, arrimado al monte, las cruces reflejándose sobre el camino; con la capilla levantada en recuerdo de un marido difunto, las paredes encaladas y el tejado de pizarra que delatan la proximidad a Francia. El circuito se adentra en el pueblo, repleto de casas blasonadas y piedra de sillería, famoso por ser el solar de Pío Baroja, el autor de ‘Las inquietudes de Santi Andía’, y cruza el río por el puente de San Miguel.
Es la carretera de Pamplona, que se descuelga entre pastos y montañas hacia Lesaka, donde espera la iglesia de San Martín de Tours, encaramada a un otero y rodeada de casas señoriales y sembrados de maíz; la luz del sol recortando vanos de sombra sobre ese empedrado de fantasía que sirve de antesala a una única nave, cubierta a su vez por un estrellado gótico. Pero tan monumentales como esta iglesia parroquial de interior catedralicio son las casas de Lesaka, que denotan la riqueza de una ciudad de negocios entendidos a la manera de los antiguos -el comercio de la madera, del ganado, pero también la industria-, atravesada por el río Onin que aquí asemeja una acequia. Entre sus joyas se encuentran el convento barroco de las Carmelitas Descalzas y las torres de Minyurinea y Casherna, esta última, cuentan las crónicas, cuartel general de Wellington durante la Guerra de la Independencia.

La carretera plantea allí el desvío a Etxalar, la villa de preciosos caseríos famosa por sus palomeras, donde cada otoño los cazadores esperan emboscados el paso de torcaces. Es este pueblo uno de esos rincones que se agarra con fuerza a la memoria: la flor seca del cardo (eguzkilore) colgando de la puerta de las casas para proteger a sus habitantes del mal de ojo, el río deslizándose bajo el tejido urbano, y el crucero a cuyos pies los niños del lugar fabulan, juegan y conspiran. El viento baja de las montañas y hace enloquecer las veletas que coronan las fachadas de piedra rojiza, mientras las gallinas se desgañitan en el corral. En la iglesia de San Esteban, la brisa sacude la alfombra de césped salpicada de estelas centenarias. Sí, se ha levantado aire, y el mercurio se encoge aprensivo al tiempo que las nubes cambian los óleos del cielo. A la derecha queda Santesteban y un poco más adelante la cinta de asfalto desemboca en Oroñoz Mugarri, más conocido por ser la puerta del Señorío de Bertiz, esa masa forestal inmensa que despierta a la primavera entre caminos embarrados y pantallas de ramas que no tardarán en cubrirse de hojas verdes. Un mundo repleto de hayas, pero al que tampoco son ajenos los cedros del Líbano, las araucarias del Tierra del Fuego, los abetos rojos o las camelias chinas. El paraíso de un biólogo.
En Arraioz, Jauregizarrea aguanta el embate del tiempo admirablemente. El palacio tiene una galería de madera con vistas al pueblo y a un pasado que no siempre fue amable. Aquí encerraban a las acusadas de brujería a la espera de juicios, entre horribles tormentos que a menudo escondían rencillas familiares y pleitos por tierras. Juicios como el auto de fe de Logroño de 1610, para el que se investigó a 300 vecinos de Elizondo, Urdax y Zugarramurdi, bajo la acusación de congeniar con las brujas. Una treintena de ellos pagaron con su vida y a manos de la Inquisición los fervores de la época. Desde allí, y en apenas quince minutos, el coche se planta en Elizondo, la capital del Baztan, el municipio más grande de Navarra, el que se rige con el sistema administrativo más antiguo y cuna de hombres libres que han poblado este valle desde tiempo inmemorial. También refugio de carlistas como Zumalacárregui, que convirtieron la zona en cuartel general aprovechando su proximidad al mar y a la frontera.
Atraviesa el pueblo la calle de Santiago, a la que se asoman el palacete de Datue, las casonas de Francesenea y Paularena y la iglesia parroquial. Es, precisamente, a ambos lados de la iglesia donde el pueblo atiende las necesidades de la carne. Son dos pastelerías de lujo, Arkupe y Malkorra: la primera, templo del chocolate con avellanas, típico de Elizondo; la segunda, famosa por el Txantxigorri, el dulce que menciona Dolores Redondo en su ‘thriller’ -el asesino lo coloca sobre el pubis de las doncellas asesinadas- y por el que estos días preguntan todos los que se acercan hasta Elizondo. “Ya eres el tercero hoy, y te digo lo mismo que a los otros dos -contesta, divertida, la encargada-. es un postre que se elabora en época de matanza. Aunque al paso que van las cosas, este año tendremos que hacer un apaño”.

Elizondo es un pueblo entrañable, partido en dos por el río Baztan, que dibuja una trama urbana de aspecto medieval y parece dispuesto para uso y disfrute de propios y extraños. En la calle Jaime Urrutia, donde la fachada del euskaltegi marca el nivel que alcanzó el río en las inundaciones de 1913, las terrazas ocupan los soportales que se extienden frente al mercado de abastos. El puente cruza el río a la vista de un pequeño salto de agua que asemeja una cortina cascabelera, mientras al otro lado los bares y restaurantes se suceden sin descanso. Cardo, borraja, pimientos rellenos de bacalao… Eso ahora, porque en cuanto lleguen abril y mayo será el turno de la menestra, esa aportación navarra a la gastronomía mundial capaz de dejar sin aliento al más templado. Escojo un lugar al azar y me atiende un camarero con pinta de ser el asesino que me ha llevado hasta allí, y descubro para mi sorpresa que tiene apartado una botella de Beronia digna de un rey, ideal para acompañar los txipirones que crepitan en la plancha. Eso y la calle Braulio Iriarte, antes llamada del Sol porque todas las casas están orientadas al sur, me convencen de que este es un sitio tan bueno como cualquier otro para tomar un respiro.
Desde Elizondo, la carretera va cobrando altura conforme uno se acerca a la frontera, hasta alcanzar los 600 metros en el puerto de Otxondo. Las vistas son espectaculares, con los verdes prados que se suceden, salpicados de pacas de heno y rebaños de vacas. Las curvas se suceden hasta Urdax, a un tiro de piedra de la frontera, con su monasterio de San Salvador reconvertido en albergue, antiguo hospital de peregrinos a cargo de los canónigos de San Agustín. Pero Urdazubi, como se conoce en euskera, destaca sobre todo por sus cuevas de estalactitas y estalagmitas, que las gentes del lugar imaginaban el hogar de las lamias, seres de la mitología vasca que vivían en los ríos y que adoptaban la forma de sirenas. La sala abierta a la entrada deja sin aliento.

La última etapa del viaje está a solo diez minutos de allí. Se trata de Zugarramurdi, junto a la frontera de Dantxarinea. Tierra de contrabandistas montaraces que burlaban la vigilancia de carabineros y ‘douanières’, una veces cargados con alcohol y vituallas; otras con muebles, tabaco o personas que huían de la persecución. Pero si el pueblo ha destacado por algo es por los akelarres que las brujas oficiaban en sus cuevas de piedra caliza, un accidente geológico propio de suelos kársticos que forma parte de un sinclinal que se extiende desde Sara hasta Urdax. Zugarramurdi suena a brujas, a lamias y al basajaun, el eterno custodio de los bosques vascos: alto como un roble, fuerte como un oso y escurridizo como el agua que resbala entre las piedras hasta perderse en las entrañas de la tierra.
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